Por JAIRO BARBOSA NEIRA *
Se le ve al ahora anciano sufrir, busca conmover desde esa condición. Habla de su padre con vehemencia, lo trae a la mente como un ser bondadoso y humilde, como un gentilhombre de campo, arguye su origen pueblerino.
Quiere diluir como por arte de magia su pasado delictivo heredado, mafioso, fastuoso y lleno de ambición.
Intenta traslapar a su favor el caudal de evidencias y aparecer él como el padre de la patria, el benefactor incomprendido.
Sus ojos se humedecen, su voz tiembla al punto de llorar, más de repente se troca en rabia, maldice, amenaza, sus manos se crispan en gesto agresivo. «Nadie sabe qué poderes tengo», farfulla indignado con sus ojos claros, un instante antes de mirar inocente. Ahora, destellos de ira suprema los domina. Su ser destila odio.
Pretendió ser dios, así se mostraba, así lo nombraban, árbitro de todo destino, “el Presidente Eterno”. Sus órdenes siempre se cumplieron y fueron de público conocimiento sus intereses, quiénes eran sus amigos, porque a un dios todo se le permite, todo se le perdona. Justo hasta cuando la verdad empieza a ser insoportable, cuando empieza a oler mal y todo se devuelve como esos viejos adagios: no hay mal que dure cien años, plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague.
El tirano vencido todavía muerde, aún su veneno es mortífero, salvo que cada vez hay menos que le creen y le acompañen. Hay demasiados cadáveres en su entorno. Sus leales amigos presos en gran número, algunos asesinados, otros extraditados, han empezado a hablar, a devolverle el veneno. Un silencio infecto se empoza a su alrededor, las madres de Soacha por fin tendrán justicia, las cuchas tenían razón, la justicia cojeando y algo ciega resarcirá en algo los oprobios causados, la ignominia vendida como verdad.
El comienzo del final se acerca, el poderoso se empieza a derrumbar en su propio excremento. Habrá paz en la tumba de tanto inocente.
* Reservista de las Fuerzas Naturales en Veronia, reserva natural.