Olga Gayón/Bruselas
La única forma de leerte es esta: colgado de un árbol, sostenido por mis piernas y con la cabeza a punto de precipitarse sobre la tierra. Envuelto por la naturaleza, en medio de la bruma, abro el libro que dejaste en la cama el día que decidiste no volver.
Esa mañana, quizás por olvido o adrede, el volumen que leías quedó abierto en la página del abandono. Cuando supe que no volvería a verte, tras comprobar que era tu cuerpo inerte el que había sido arrastrado por las ruedas de ese gran camión, entendí el porqué de tus prisas para salir corriendo al trabajo sin siquiera haberme despertado.
La decisión fue tuya; todos saben que no fue un accidente. Me has dejado solo con este libro de las mil formas de decir adiós. ¿Y qué hago con él? Tratar de entender por qué has resuelto apartarme de tu vida. Pero en él no se ve el tamaño de tu egoísmo.
No me duele que ya no estés en este infierno de los mortales. Lo que verdaderamente me jode es que no hayas pensado en que a partir de entonces mi vida iba a quedar patas arriba y que nunca más podría volver a tener mi cabeza sin encontrarse maltrecha por la dureza del pavimento.
