El tiempo perdido de la errática oposición venezolana

uizás cualquiera a quien se le pregunte si piensa que Maduro es el responsable de la crisis venezolana responda que sí, que por supuesto, y sin duda estará en lo cierto. Sin embargo, un análisis un poco más profundo y distante de la realidad mediática nos llevará poco a poco a la convicción de que la oposición venezolana también lo es. La gira internacional de Edmundo González no deja de parecer un déjà vu de la que en su momento hizo Juan Guaidó, quien en 2019 fue recibido como jefe de Estado no solo en Colombia, sino también en EE. UU., Canadá y los países europeos —salvo Italia y Grecia— y suramericanos.  

Ese 2019 comenzó prometedor para la ilusión de quitarle, por fin, el poder al chavismo, para entonces ya en manos de Maduro, quien había ganado su primera reelección en mayo del año anterior en unos comicios viciados, pues no permitió la inscripción de quienes desde la oposición tenían mayor favorabilidad. Henri Falcón pudo inscribirse, pero la oposición no lo respaldó, en vez de ello, prefirió acusar a Maduro de «usurpador». Y el 23 de enero, amparados en una particular interpretación del artículo 233 de la Constitución Política, Juan Guaidó se proclamó presidente encargado, como lo hiciera Pedro Carmona en el fracasado golpe de 2002. Como era de esperarse, después de 20 años de chavismo la ovación fue unánime, las esperanzas crecieron y los apoyos también. Como espuma. Guaidó comenzó una gira internacional como jefe de estado y poco a poco le abrieron las fronteras y hasta las reservas de oro que Venezuela tenía en Inglaterra, sobre cuyo manejo, por cierto, hay más sombras que luz. Trump y otros líderes internacionales creyeron, no sin cierta ingenuidad, en el poder que detentaba el joven presidente encargado, y desestimaron no solo el hecho de que Maduro es un tipo duro de tumbar, sino a los dos perros guardianes que lo cuidan: Rusia e Irán.

Vino febrero, y como parte del espectáculo, se organizó el concierto en Cúcuta, y Duque lanzó dos de sus más célebres y fracasadas consignas: “A la dictadura de Maduro le quedan muy pocas horas” y el tal “cerco diplomático”, pero ni siquiera todo este optimismo y apoyo le sirvió a la oposición para tumbar a Maduro y hacerse al poder. Poco después se materializó la idea que días antes algún asesor debió lanzar en una mesa: los camiones con ayuda humanitaria, una iniciativa para la cual no se prestó ni la Cruz Roja Internacional, experta en esos temas. Tampoco hubo el respaldo militar ni popular que la oposición esperaba, solo un respaldo mediático que acomodaba los hechos, como se demostró más tarde con las verdaderas causas del incendio de uno de los camiones en el puente que los detuvo. Al final quedó en evidencia que se trataba más de una estrategia política de Guaidó que de verdadera ayuda humanitaria, insuficiente y salpicada, además, por escándalos de corrupción y malversación de fondos.

El 30 de abril, tras un fracasado plan de paro patronal el 1 de mayo, el partido de Guaidó y Leopoldo López, Voluntad Popular (VP), puso en marcha la “Operación Libertad”, un intento de golpe de Estado al que tampoco convocaron al resto de partidos de oposición ni llegaron suficientes militares sublevados para tomarse la base aérea militar La Carlota, y a los promotores no les quedó más remedio que buscar refugio en embajadas. Ni siquiera el colapso del sistema eléctrico, que también se dio ese año con un inédito apagón en Caracas y gran parte del país, le dio a la oposición el centavito que le faltaba pal peso. O pal bolívar, ya para entonces devaluado en un 97 %.

En resumen, la oposición venezolana siempre le ha apostado a la salida por la fuerza de Nicolás Maduro, y ha despreciado la vía del diálogo, como sucedió en Oslo en el mismo 2019, con Noruega como país mediador.

Cinco años después de ese año decisivo, cuando ni Juan Guaidó, ni Henrique Capriles ni Leopoldo López, ni la misma María Corina Machado, cuatro figuras de tres partidos políticos distintos, pudieron llegar al Palacio de Miraflores, la oposición hizo la apuesta con Edmundo González Urrutia, un hombre que hace ver al mismo Joe Biden como un joven enérgico y del que todos sabemos es un comodín de María Corina Machado, inhabilitada por 15 años para ejercer funciones públicas en su país. Durante la campaña presidencial, todos vimos a Machado hablar en ruedas de prensa con González callado a su lado, como un interdicto, y hasta responder por él las preguntas que periodistas le dirigían. Y ahora, en su visita a los EE. UU., lo vimos caminar con dificultad, con los pasitos cortos y el apoyo externo que impone la senilidad, aunque esas son minucias frente a lo verdaderamente importante:  el hecho de que se haya reunido con Biden, a quien le quedan pocos días en la Casa Blanca, y no con Trump, a punto de posesionarse. Este hecho deja un mensaje claro: la presidencia de González Urrutia es más leyenda que realidad, más historia que futuro. Al parecer Trump, a quien, de hecho, le importa más el petróleo venezolano que el nombre del presidente, sí aprendió de los hechos de 2019 las lecciones que la oposición se niega a recoger.

De este lado, Petro también parece haber aprendido de los errores de Duque, y le apuesta a la diplomacia en vez de a la confrontación. De cualquier modo, la tensión es alta mientras escribo esta columna: la CIDH desconoce los resultados, Petro desistió de asistir a la posesión en medio de la inminente renuncia del canciller, Luis Gilberto Murillo y Boric retira a su embajador. Cualquier cosa puede pasar.

Me duele Venezuela, otrora próspera: al margen de la legitimidad, entre Maduro y González no se hace un caldo.

@cuatrolenguas

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