La desmemoria del tiempo*

Fueron inseparables en su impetuoso periplo universitario. Compartían amigos, desenfrenos, pasiones, y asistían a conciertos o a cuanta protesta social se promoviera en pro de la paz del mundo. Eran los años maravillosos, el apogeo de la minifalda, los colores sicodélicos, el pelo largo, el haz el amor y no la guerra.

Un sentimiento de rebeldía contra todo lo prohibido rondaba en las calles. Junto al humo del cigarrillo, el rock y el sexo, no importaban los prejuicios ni las preguntas difíciles por inquietantes o desatinadas que parecieran, la respuesta a todas ellas andaba flotando en el viento, gritaba Bob Dylan al otro lado del mar. Con el arrojo de su juventud pensaron que aquello duraría eternamente. Por sorprendentes que fueran los caminos y atajos que tuviera que andar, el tiempo sabía lo que tenía qué hacer.

―Me olvidarás―, le dijo ella desde la ventanilla del tren al ver sus ojos húmedos el día que partió a Berlín en procura de una especialización. Se escribieron un par de cartas, pero ya los ritmos eran otros, y cada palabra alejaba más al uno del otro. El destino iba a su aire y la distancia dio al traste con la relación. Cada cual hizo su vida, cada cual recubrió su camino con sus tiestos, y ordenó sus pensamientos y recuerdos como pudo. A su distanciamiento se sumarían otros desencuentros, conversaciones rotas, vacilaciones insólitas, pero la lluvia cae donde la lleva el viento. Meses después ella le confesó lacónicamente que se iba a casar.

22 años más tarde se enteró de que había vuelto a Bonn, para establecerse en la ciudad que la vio crecer. Necesitaba un clima más indulgente para su marido enfermo, cuya memoria era cada vez más disparatada. Los amigos en común le contaron que ella seguía siendo una mujer hermosa; sin embargo, su risa desmedida de antes se había convertido en una sonrisa distante, recóndita; los años la habían transformado en un ser silencioso. No podía negar que sentía curiosidad por verla una vez más, evocar momentos de embrujo y hacer explotar sus recuerdos. Pero ya él tampoco estaba solo, tenía cosas qué perder, nuevas cobardías, y todas las preguntas e incertidumbres del mundo se rehacían en su pensamiento. ¿A dónde van las miradas que un día partieron?, preguntaba ahora Silvio Rodríguez ¿Dónde están las angustias que desde tus ojos saltaron por mí?… Un par de años más tarde se murió su marido.

En la ceremonia fúnebre, la contempló en la distancia. Sus ojos lucían atribulados. El negro hacía resaltar su piel nacarada. Parecía fascinada con las flores y la luz de las velas. Él sintió un extraño sobrecogimiento al ver su rostro pálido hermosamente melancólico. Dudó, tal vez no resistiría el deseo de apretarla contra su pecho y hacerle promesas absurdas. Todo el peso del pasado y lo que pudo ser la vida a su lado pasó por su retina como el vuelo de un ave. Se estremeció, tal vez hubiera sido feliz junto a esa mujer. Ponderó el momento oportuno, escogió movimientos y palabras, la enfrentó sin recato; le dio un abrazo afectuoso y le expresó al oído su sentimiento de pesar cargado de nostalgia e inspiración. Luego de un silencio incómodo, el mundo pareció derrumbarse a sus pies como un espejo roto ante su reacción:

―Y usted, ¿quién es? ―preguntó ella con la mirada vacía. (F)

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@FFscaballero

* Este texto hace parte de la colección de 19 cuentos de F. Sánchez Caballero, recién publicados en el libro VIAJE INVERSO, el cual trae además 20 ilustraciones realizadas por su autor.

  • Un saludo especial para mi amigo Friedheim Rot-Lange, donde se encuentre, quien entre sorbo y sorbo de una copa de champagne me contó su historia.

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