La promocionada serie Medusa terminó siendo un fastidioso culebrón mexicano bajo el sello de Netflix. En su primera temporada- ojalá no haya más- Medusa es un cúmulo de perfiles psicológicos interpretados de forma irregular por actores del interior del país o también llamados “cachacos”, que jamás pudieron dar cuenta del trasfondo cultural caribeño y de la particular forma de ver la vida de los barranquilleros.
La desconexión de la existencia de la poderosa familia Hidalgo con la cultura barranquillera y caribeña empezó con los evidentes problemas de los actores “cachacos” para “hablar costeño”, seguido de la presencia ahistórica de un poderoso clan familiar que muchos televidentes asociaron con el poder político y económico del clan Char, cuyos miembros fungen como los mandamases de Barranquilla.
La cuestión de “hablar costeño” sirvió para ocultar la señalada desconexión contextual-cultural pues los televidentes se dieron cuenta de la enorme dificultad de actores como Manolo Cardona, Sebastián Martínez, Juana Acosta y Diego Trujillo para acercarse a la idiosincrasia del barranquillero a través de la ya popular jerga. Al final, las interpretaciones de los papeles y perfiles psicológicos quedaron convertidas en una mala caricatura de eso de “ser costeño”.
El uso excesivo de expresiones como “caremondá”, “careverga” o “vete a la verga” ensucia la historia de tal manera que el público pone más atención a las dificultades de los consagrados actores para “hablar costeño”, que a la deshilvanada historia. En lugar de Medusa, la serie bien se pudo haber llamado La casa de la mondá.
Años atrás, series y novelas insistieron en posicionar el imaginario colectivo que señala a Colombia como un país de traquetos y mujeres voluptuosas “diseñadas” con finos bisturís en clínicas estéticas. Con o sin tetas, Colombia y sus hijos se volvieron famosos por los carteles de la droga, sus jefes, los sapos y sus muñecas. Agotado el instrumento sociocultural, ahora la corrupción privada y pública (política) irrumpe como el nuevo elemento para explotar audiovisualmente ese rasgo cultural que poco a poco consolida una identidad nacional atada al ethos mafioso que guía a cada uno de los miembros de una familia sin hidalguía alguna, pero con el apellido Hidalgo.
En lo que respecta a la trama, el final resulta inesperado, aunque exagerado desde el punto de vista de las motivaciones que tuvo el obsecuente ingeniero Gabriel para intentar asesinar a Bárbara Hidalgo (Juana Acosta). Un hombre poco agraciado que se enamoró de la jefa, sin apellido, venido de abajo y que “mal interpretó las cosas”, terminó siendo un potencial asesino. Hacer aparecer a todos los miembros de la familia como posibles responsables del atentado funcionó a pesar de los vacíos con los que finalmente terminaron de construir cada uno de los perfiles.
@germanayalaosor