«Necesitamos una epidemia de inconformismo»: Pepe Mujica

Este texto forma parte del libro 𝑌𝑜 𝑣𝑒𝑛𝑔𝑜 𝑑𝑒𝑙 𝑠𝑢𝑟, de Pepe Mujica, publicado por la editorial Siglo XXI y lanzado el pasado 17 de febrero.

Arte de portada, Melisa Blois. Tomado de Revistaanfibia.com

Queridos amigos:

La vida ha sido extraordinariamente generosa conmigo; me ha dado un sinfín de satisfacciones, más allá de lo que nunca me habría atrevido a soñar, y casi todas inmerecidas. Pero ninguna más que la de hoy: encontrarme aquí, ahora, en el corazón de la democracia uruguaya, rodeado de cientos de cabezas pensantes. Cabezas pensantes a diestra y siniestra; cabezas pensantes para tener siempre levantadas.

¿Recuerdan a Rico McPato, aquel tío millonario del pato Donald que nadaba en una piscina llena de billetes? El tipo había desarrollado una obsesión física por el dinero. A mí en cambio me gusta pensarme como alguien a quien le gusta darse baños en piscinas llenas de inteligencia ajena, de cultura ajena, de sabiduría ajena. Cuanto más ajena, mejor. Cuanto menos coincida con mis pequeños saberes, mejor.

El semanario Búsqueda tiene una hermosa frase que usa como insignia: «Lo que digo no lo digo como hombre sabedor, sino buscando junto con vosotros la verdad».

Por una vez estamos de acuerdo: lo que digo, no lo digo como campesino sabiondo, ni como trovador leído, lo digo buscando con ustedes. Lo digo buscando, porque solo los ignorantes creen que la verdad es definitiva y maciza, cuando apenas es provisoria y gelatinosa. Hay que buscarla porque anda corriendo de escondite en escondite, y pobre de aquel que emprenda en soledad esta cacería. Hay que hacerlo con ustedes, con los que han hecho del trabajo intelectual la razón de su vida. Con los que están aquí y con los muchos más que no están.

Mejorar el país

Si miran para el costado van a encontrar seguramente algunas caras conocidas, porque se trata de personas que se desempeñan en espacios de trabajo afines. Pero van a encontrar sobre todo caras desconocidas, porque la regla de esta convocatoria ha sido la heterogeneidad. Aquí están los que se dedican a trabajar con átomos y moléculas y los que se dedican a estudiar las reglas de la producción y el intercambio en la sociedad. Hay gente de las ciencias puras, y otra de su casi antípoda: las ciencias sociales; gente de la biología y del teatro, y de la música, de la educación, del derecho y del carnaval. Y en tren de que no falte nada, hay gente de la economía, de la macroeconomía, de la microeconomía, de la economía comparada y hasta alguno de la economía doméstica.

Todas cabezas pensantes, pero que piensan en distintas cosas y pueden contribuir desde sus distintas disciplinas a mejorar este país. Y mejorar este país significa muchas cosas, pero desde el sentido que queremos darle a esta jornada, mejorar el país significa empujar los complejos procesos que multipliquen por mil el poderío intelectual que aquí está reunido.

«Mejorar el país» significa que, dentro de veinte años, para un acto como este no alcance el Estadio Centenario, porque a Uruguay le salen ingenieros, filósofos y artistas hasta por las orejas.

No es que queramos un país que bata los récords mundiales por el puro placer de hacerlo. Es porque está demostrado que, una vez que la inteligencia adquiere un cierto grado de concentración en una sociedad, se hace contagiosa.

Inteligencia distribuida

Si un día llenamos estadios de gente formada, va a ser porque afuera, en la sociedad, hay cientos de miles de uruguayos que han cultivado su capacidad de pensar.

La inteligencia que le rinde a un país es la inteligencia distribuida. Es la que no está solo guardada en los laboratorios o las universidades, sino la que anda por la calle. La inteligencia que se usa para sembrar, para tornear, para manejar una grúa o para programar una computadora; para cocinar, o para atender bien a un turista, hace falta la misma inteligencia. Unos subirán más escalones que otros, pero es la misma escalera. Y los peldaños de abajo son los mismos para la física nuclear que para el manejo de un campo. Para todo se precisa la misma mirada curiosa, hambrienta de conocimiento, y muy inconformista.

Se termina sabiendo, porque antes supimos estar incómodos por no saber. Aprendemos porque tenemos picazón y eso se adquiere por contagio cultural, casi cuando abrimos los ojos al mundo.

Sueño con un país en el que los padres le muestren el pasto a los hijos chicos, diciéndoles: «¿Sabes qué es eso? Es una planta procesadora de energía solar y de los minerales de la tierra». O que les muestren el cielo estrellado y los hagan enamorarse de ese espectáculo, para que piensen en los cuerpos celestes, en la velocidad de la luz y en la transmisión de las ondas.

Y no se preocupen, que esos uruguayos chicos igual van a seguir jugando al fútbol. Solo que, en una de esas, mientras ven picar la pelota, tal vez van a pensar al mismo tiempo en la elasticidad de los materiales que la hacen rebotar.

Capacidad de interrogarse

Hay un viejo dicho que reza: «No le des un pescado a un niño: enséñale a pescar». Hoy deberíamos decir: «No le des un dato al niño, enséñale a pensar». Tal como vamos, los depósitos de conocimiento no van a estar más dentro de nuestras cabezas, sino ahí afuera, disponibles para buscarlos en internet. Ahí va a estar toda la información, todos los datos, todo lo que ya se sabe. En otras palabras, van a estar todas las respuestas.

Lo que no va a estar son todas las preguntas. En la capacidad de interrogarse está la clave; en la capacidad de formular preguntas fecundas, que disparen nuevos esfuerzos de investigación y aprendizaje. Y eso está allá abajo, marcado casi en el hueso de nuestra cabeza, tan hondo que casi no tenemos consciencia. Simplemente aprendemos a mirar el mundo con un signo de interrogación, y esa se vuelve la manera natural de mirar el mundo; una costumbre que si se adquiere temprano nos acompañará toda la vida.

Y, sobre todo, queridos amigos, es una costumbre que se contagia. En todas las épocas han sido ustedes, los que se dedican a la actividad intelectual, los encargados de desparramar la semilla. O para decirlo con palabras que nos son muy queridas: ustedes han sido los encargados de encender la Admirable alarma [la llamada Admirable alarma o Grito de Asensio fue el llamado que dio inicio a la guerra de independencia contra los españoles en Montevideo, en 1811].

Por favor, vayan y contagien. ¡No perdonen a nadie! Necesitamos un tipo de cultura que se propague en el aire, que entre en los hogares, que se cuele en las cocinas y que esté hasta en el cuarto de baño. Cuando se consigue eso, se gana el partido casi para siempre, porque se quiebra la ignorancia esencial que hace débiles a muchos, una generación tras otra.

El conocimiento es placer

Necesitamos masificar la inteligencia, antes que nada, para hacernos productores más potentes. Y eso es casi una cuestión de supervivencia. Pero en esta vida, no se trata solo de producir: también hay que disfrutar.

Ustedes saben mejor que nadie que en el conocimiento y en la cultura no solo hay esfuerzo sino también placer. Dicen que la gente que trota por el malecón llega un punto en el que entra en una especie de éxtasis donde ya no existe el cansancio y solo queda el placer. Creo que con el conocimiento y la cultura pasa lo mismo. Llega un punto donde estudiar, o investigar, o aprender, ya no es un esfuerzo sino puro disfrute.

¡Qué bueno sería que estos manjares estuvieran a disposición de mucha gente!

Qué bueno sería, si en la canasta de la calidad de la vida que Uruguay puede ofrecer a su gente, hubiera una buena cantidad de consumos intelectuales. No porque sea elegante sino porque es placentero. Porque se disfruta, con la misma intensidad con la que se puede disfrutar un plato de tallarines.

¡No hay una lista obligatoria de las cosas que nos hacen felices! Algunos pueden pensar que el mundo ideal es un lugar repleto de centros comerciales. En ese mundo la gente es feliz porque todos pueden salir llenos de bolsas con ropa nueva y de cajas de electrodomésticos.

No tengo nada contra esa visión, solo digo que no es la única posible. Digo que también podemos pensar en un país donde la gente elige arreglar las cosas en lugar de tirarlas, gente que elige un auto chico en lugar de un auto grande, o que elige abrigarse en lugar de subir la calefacción.

Despilfarrar no es lo que hacen las sociedades más maduras. Vayan a Holanda y vean las ciudades repletas de bicicletas. Allí se van a dar cuenta de que el consumismo no es la elección de la verdadera aristocracia de la humanidad, sino la elección de los noveleros y los frívolos. Los holandeses andan en bicicleta, las usan para ir a trabajar, pero también para ir a los conciertos o a los parques. Porque han llegado a un nivel en el que su felicidad cotidiana se alimenta tanto de consumos materiales como intelectuales.

Así que amigos, vayan y contagien el placer por el conocimiento. En paralelo, mi modesta contribución va a ser tratar de que los uruguayos vayan en bicicleta de un lugar a otro, un pedalazo después de otro.

Inconformismo

Les pedía antes que contagiaran la mirada curiosa del mundo, algo que está en el ADN del trabajo intelectual. Ahora agrando el pedido, y les ruego que contagien también el inconformismo. Estoy convencido de que este país necesita una nueva epidemia de inconformismo, como la que los intelectuales generaron décadas atrás.

En Uruguay, los que estamos en el espacio político de la izquierda somos hijos o sobrinos de aquel semanario Marcha del gran Carlos Quijano. Aquella generación de intelectuales se había impuesto a sí misma la tarea de ser la conciencia crítica de la nación. Anduvieron con alfileres en la mano pinchando globos y desinflando mitos. Sobre todo, el mito de Uruguay multicampeón: campeón de la cultura, de la educación, del desarrollo social y de la democracia. ¡Qué íbamos a ser campeones de nada!

Y menos en esos años —en las décadas de los cincuenta y sesenta—, donde el único récord que supimos conseguir fue el del país de Latinoamérica que menos creció en veinte años, superados solo por Haití en ese ranking.

Esos intelectuales ayudaron a demoler aquel Uruguay de la siesta conformista; y con todos sus defectos, preferimos aquella etapa en la que éramos más humildes y ubicados en la real estatura que teníamos en el mundo. Ahora tenemos que recuperar aquel inconformismo y tratar de meterlo debajo de la piel de Uruguay entero.

Antes les decía que la inteligencia que le sirve a un país es la inteligencia distribuida. Ahora les digo que el inconformismo que le sirve a un país es el inconformismo distribuido, el que ha invadido la vida de todos los días y nos empuja a preguntarnos si lo que estoy haciendo se puede hacer mejor.

El inconformismo está en la naturaleza misma del trabajo que ustedes hacen. Es preciso que se vuelva para todos nosotros como una segunda piel, una segunda naturaleza. Una cultura del inconformismo es la que no nos deja parar hasta conseguir más kilos por hectárea de trigo o más litros por vaca lechera. Todo, absolutamente todo, se puede hacer hoy un poco mejor que ayer. Desde tender la cama de un hotel hasta crear la matriz de un circuito integrado. Necesitamos una epidemia de inconformismo. Y eso también es cultural, eso también se irradia desde el centro intelectual de la sociedad hacia su periferia.

Ha sido el inconformismo el que ha hecho ganar respeto a pequeñas sociedades y a su trabajo. Un buen ejemplo son los suizos: cuatro gatos locos como nosotros, que se dan el lujo de andar por ahí vendiendo calidad y precisión suizas. Yo diría que lo que de verdad venden es inteligencia e inconformismo suizos, ese que tienen desparramado por toda la sociedad.

La educación es el camino

Y amigos, el puente entre este hoy y ese mañana que queremos tiene un nombre, y se llama educación. Y fíjense bien: es un puente largo y difícil de cruzar; porque una cosa es la retórica de la educación y otra cosa es que nos decidamos a hacer los sacrificios que implica lanzar un gran esfuerzo educativo y sostenerlo en el tiempo.

Las inversiones en educación son de rendimiento lento, no le lucen a ningún gobierno, movilizan resistencias y obligan a postergar otras demandas. ¡Pero hay que hacerlo! Se lo debemos a nuestros hijos y nietos. Y hay que hacerlo ahora, cuando todavía está fresco el milagro tecnológico de internet y se abren oportunidades nunca vistas de acceso al conocimiento.

Yo crecí con la radio, vi nacer la televisión, después la televisión a color, después las transmisiones por satélite. Después resultó que en mi televisor aparecían cuarenta canales, incluidos los que trasmitían en directo desde Estados Unidos, España e Italia. Después los celulares y después la computadora, que al principio solo servía para procesar números. Cada una de esas veces, me quedé con la boca abierta. Pero ahora con internet se me agotó la capacidad de sorprenderme. Me siento como aquellos humanos que vieron una rueda por primera vez, o como los que vieron el fuego por primera vez. Uno siente que le tocó en suerte vivir un hito en la historia.

Se están abriendo las puertas de todas las bibliotecas y de todos los museos; van a estar a disposición, todas las revistas científicas y todos los libros del mundo. Y probablemente todas las películas y toda la música del mundo. ¡Es abrumador!

Por eso necesitamos que todos los uruguayos, y sobre todo los uruguayitos, sepan nadar en ese torrente. Hay que subirse a esa corriente y navegar en ella como pez en el agua. Lo conseguiremos solo cuando la matriz intelectual de la que hablábamos antes esté sólida, cuando nuestros pequeños sepan razonar en orden y sepan hacerse las preguntas que valen la pena.

Es como una carrera en dos pistas: allá arriba en el mundo está el océano de información, y acá abajo nosotros preparándonos para la navegación trasatlántica.

Escuelas de tiempo completo, facultades en el interior, enseñanza terciaria masificada. Y probablemente inglés desde el preescolar en la enseñanza pública. Porque el inglés no es solo el idioma que hablan los yanquis, sino el idioma con el que los chinos se entienden con el mundo.

No podemos estar fuera. No podemos dejar fuera a nuestros pequeños. Esas son las herramientas que nos permiten interactuar con la explosión universal del conocimiento. Este mundo nuevo no nos simplifica la vida: nos la complica; nos obliga a ir más lejos y más hondo en la educación. No hay tarea más grande que esta para nosotros de aquí en adelante.

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