Por HILDEBRANDO VÉLEZ *
Llegó febrero y las lluvias en mi ciudad; en medio de campañas políticas, nombramientos y renuncias gota a gota, fuimos testigos de la trasmisión en directo de un acto pedagógico del gobierno. A este primer gobierno que se tiñe de izquierdas, de progresismos, de acentos populares y de engreídos burócratas le quedan 20 meses. Habrá una frenética carrera de “3 turnos” para afianzar la partición de aguas histórica que significó la elección del presidente Gustavo Petro y de la vicepresidenta Francia Márquez. Aún en este periodo deberán atenderse problemas sobrevinientes y proyectar soluciones que comprometan al país en el largo plazo de cara a problemáticas estructurales como el hambre y la desnutrición infantil, el trasporte férreo y fluvial, el acceso al agua apta para consumo humano, el control de la minería desastrosa que niega derechos a los ríos, el ordenamiento territorial violento y erosivo que ocurre en la Amazonia, entre otros.
La próxima contienda electoral ya está en escena y comienzan a plegarse los telones. Se escucha el coro que quiere condenar al fracaso y al olvido los esfuerzos que durante generaciones hemos hecho para atraer la paz y la prosperidad, y que en estos 30 meses transcurridos de “gobierno progresista” han revelado su potencia y sus límites. Ahí estos ensayos pedagógicos, más allá del espectáculo, pudieran resultar provechosos desnudando al Estado y revelando las dificultades del gobierno.
Aunque a veces se diluyen nuestros esfuerzos, no podemos perder la paciencia para un diálogo político que nos encamine al Acuerdo Nacional. La profundidad de esa bifurcación histórica vendrá de la autocritica serena y metódica y de evaluar y mejorar el programa de gobierno, los métodos de gobierno y de la suma de voluntades que potencie que las fuerzas políticas-sociales que son las que acometerán los nuevos retos, plantando felicidad en nuestros terruños y evitando que vuelvan a gobernarnos fuerzas fascistas que quieren que las gentes aprueben su propio regreso al corral. Ya les estamos escuchando hablar del bienestar del pueblo, ese al que nunca han provisto y tratan a coscorrones. Andan megáfono en mano y con engañifas sembrando el mismo miedo que sus clanes familiares sembraron sanguinariamente en los campos. Pero este país ya no dará vuelta atrás; a pesar de las debilidades y de los errores, se ha experimentado que puede avanzarse en democracia, que las fuerzas armadas pueden ser direccionadas hacia la convivencia y que es posible someter las ambiciones particulares y generar formas de gobierno interseccionales y antipatriarcales, donde quepamos todos y todas, con nuestras diferencias y particularidades.
Para trascender hay que corregir. Producir cambios institucionales con ideas jóvenes e intercambios generacionales. Nuevas instituciones y funcionarios bien formados política y no solo técnicamente, para que al llegar al gobierno no se instalen inaccesibles en un churubito y mantengan abiertos canales de comunicación, relaciones y afectos, que les vinculan a los espacios concretos donde la gentes hacen sus vidas. La dinámica irreversible de la historia es también una oportunidad para recrear métodos que nos vinculen con los de abajo, con los Nadie -como nos dijimos que éramos- y estrechar lazos con aquellos cuyas expresiones son la fuerza política y social, la sal de la tierra, esencial para que haya cambios profundos. Nada está garantizado, pero que no nos falte voluntad ni sabiduría.
Esta fuerza de transformación informe que somos: nuestros gobernantes, los nuevos funcionarios públicos, nuestras militancias y ciudadanías libres, debe evitar enfocarse sólo en agendas e intereses particulares o sus propios círculos familiares y sociales. El tiempo corre, y es preciso empeñarse aún más en la educación política y evitar caer en el espejismo de cultivar clientelas. Ojalá estos estremecimientos pedagógicos, vistos en directo, sean más ilustrativos y menos quejumbrosos.
Ahora bien, aunque es un error político y teórico equiparar derechas con izquierdas por hechos casuísticos, tampoco hay que ocultar que hay unas formas de hacer en donde ni izquierda, ni progresistas están diferenciándose. Pero, diferenciarse tampoco consiste solo de apariencias: del lenguaje chabacano, irreverencia por la etiqueta y los modales aristocráticos, uso de atuendos étnicos, sino más bien por la profundidad del compromiso en el contenido plebeyo del ejercicio político y en la práctica de democracia radical de la acción institucional y política. Para ello se precisa practicar respeto mutuo y camaradería, no solo entre los servidores públicos sino con las gentes todas.
¿Progresistas-humanistas, izquierdistas o derechistas en qué se diferenciarán cuando la codicia les infeste? ¿En qué cuando se desboquen en el derroche de naturaleza y vanidades? ¿Acaso el saqueo de los bienes públicos que han hecho las élites y sus burocracias, los de arriba, no ha de ser impedido que suceda por los de abajo? Esto ni siquiera debería ser necesario plantearlo, pero es mejor advertirlo, pues los vicios acechan. Eso de que “el que peca y reza empata”, no puede ser principio de la política del cambio. Es claro que en Colombia no queremos otros 200 años que nos sustraigan de las posibilidades de una paz duradera, ni estar en manos de burocracias parlamentarias e institucionales que tratan a las gentes con desprecio y a los bienes públicos con el desgreño de sus ambiciones y su rebatiña. Este gobierno no ha estado exento de esos problemas, pero se están revelando y enfrentando y deberá hacerse con más ahínco. No es un problema de la pureza del espíritu, sino que, uno no puede ser honrado o ladrón solo en “proporciones justas”: o se es honrado o no se es. Ni la justicia ni la ética vienen a crédito.
Acá cuidamos de los bienes comunes y comunales y de los bienes públicos. Para enfrentar estos riesgos uno, y no el único antídoto, son las escuelas políticas que alienten la organización y la capacidad de acción popular. Es preciso que las haya, para ir más allá del pragmatismo inmediatista y pernicioso, alentando a fundamentarse teóricamente, a recoger las enseñanzas de las luchas de los sectores populares y de sus expresiones filosóficas y políticas. Escuelas políticas para funcionarios y ciudadanías, que confronten a las burocracias de partidos y de instituciones que hayan sucumbido ante prácticas corruptas, mañosas, marrulleras y autocomplacientes.
Pero, además, nos esforzamos para humanizar las relaciones sociales entre los que co-gobiernan y no alentar ni conciliar ni ser indiferentes con el darwinismo que asecha en los círculos de poder, y que viene de las huellas de métodos que hay que desaprender. La lealtad personal es un valor que tiene varios peligros. En primer lugar, al gobernante se le debe lealtad no por su persona sino por el acatamiento que deriva del lugar que ocupa por ley y de las reglas que de allí derivan para el funcionamiento de la estructura de gobierno y del estado de derecho. Entonces un subalterno no pude decir que es leal y no cumplir las determinaciones del superior, pues, en todo caso, no es un simple receptor de órdenes, sino que ha asumido ser corresponsable. Allí se establece un deber de obediencia y subordinación del funcionario con el elegido y del elegido con el pueblo todo que elige, del que hacen parte sus electores.
Si la defensa de la lealtad se refiere al aprecio y la reciprocidad por una fe en la santidad de una persona o de un poder patriarcal, existe el riesgo de desconocer las reglas de la democracia republicana y caer en el fanatismo en defensa de quien manda o de quien predica esa fe. La obediencia que allí se establece no es la del funcionario público sino la del súbdito. La lealtad que se tiene con una persona por su carisma no puede confundirse con las responsabilidades que se atribuye al funcionario público. De tal forma de lealtad no se espera reciprocidad sino adeptos que obedecen al caudillo, al personaje de atribuciones extraordinarias y de hazañas heroicas y no a las normas y funciones que ellas atribuyen. Este tipo de reciprocidad, tiene una dificultad y es que validos de esa confianza recíproca pueda eludirse la critica y la autocritica, alejando las correcciones y en el peor de los casos en actitud contumaz.
Desde otro ángulo, hay que ver relación política en el seno de las organizaciones populares, los partidos y fuerzas políticas que se fincan en la camaradería, esa que hace que naveguemos para el mismo lado, esa que inventaron los marineros para remar hacia el destino común. Esa camaradería del respeto y la confianza mutua es la misma que tienen los escaladores y que permite depositar la vida en manos del otro, mientras se aseguran los arneses. Este principio no es para defender, justificar o exculpar al gobierno o los gobernantes desde su humanidad, sus virtudes personales, sus sacrificios y riesgos, sino que está en función del programa político, de la unidad política, de la unidad estratégica, de la preservación de las fuerzas organizativas del cambio, de la permanencia del gobierno y de la continuidad de sus planes. La camaradería es una lealtad de principios.
Quienes están en el gobierno y los sectores, agentes y actores sociales comprometidos con las transformaciones estructurales y las reformas no podemos cultivar una fe ciega que concilie indebidamente con los desaciertos y eludir la critica tan necesaria para que haya rectificación y enmienda. Las fuerzas que apostamos por transformaciones radicales para que haya más justicia y felicidad no podemos aprovecharnos de la condescendencia de los gobernados y más bien sí intentar vernos en el espejo para saber cómo transformarnos también. No es traición ser autocríticos y buscar rectificaciones, pero sin agendas ocultas, sin oportunismos, sin revanchismo, con sentido de corrección y enmienda. Así podremos aspirar a que una nueva campaña política sea para superarnos como proyecto de nación, para superarnos como agentes de trasformación, para mejor democracia y una ciudadanía con más formación política.
La política de izquierda ni la progresista, pueden consistir en esperar que algún mesías o redentor, o algún ser humano excepcional nos gobierne. Hemos aprendido que es el trabajo colectivo la manera de estar presentes y conducirnos con nuestro programa y en nuestras acciones. Y no es culpa del pueblo que no se haga así. Las fuerzas populares, las fuerzas parlamentarias, las ciudadanías y las militancias deben su potencia a los procesos colectivos, a los métodos participativos y decisorios y es así que las democracias, formales e informales, racionales y consuetudinarias, se pueden recrear lúdicamente. No son pocas expectativas que aún se tienen y que reclaman que ese grupo de congresistas que elegimos, cobijado por la lista única del Pacto Histórico, juegue un papel más colectivo, que pueda ser más asertivo para adelantar las reformas y que despliegue formas creativas, relacionales, alejadas del inmediatismo de su figuración y su propia reelección y oriente esfuerzos a fortalecer las fuerzas del cambio, accionando pedagogías populares. Alentémosle a hacer esfuerzos colectivos, a fortalecer una fuerza histórica de envergadura que no sea parlamentarista. No dejemos que sus miembros sucumban apañados en creerse que tienen el don divino o la destinación a ser ellos y ellas, cada uno, redentores. Los queremos más bien que revolucionando su “outfit”, como se dice hoy, ocupados de lo sustantivo y generosos en sus esfuerzos para hacer verdaderas revoluciones para el bien vivir. Hay que lograr que un nuevo esfuerzo electoral permita concordar en lo sustantivo, en la definición de las condiciones de posibilidad de las trasformaciones, en un verdadero Acuerdo Nacional y que sea eso lo que también contribuya a moldear las formas, las nuevas estéticas.
Abrazarse en lo sustantivo daría pie para el surgimiento de formas más amables y humanizadas. Lo substantivo es, en primer lugar, el enfoque teórico y, enseguida, la ética que se practica, que no es la moral, sino las formas de relaciones sociales y el valor que damos a estas en la política. Luego viene el programa y las estrategias para su concreción. Y cabe acá, porque no, hacer una distinción: alguien que tenga una muy buena moral no necesariamente tiene una buena ética, tal vez quien tenga una buena ética si ha de tener una buena moral. La moral se encamina a la vida privada e íntima, la ética a las relaciones públicas, a las formas de acción para con otros y con lo otro. No puede el gobernante, y hablo en general, que tiene una buena moral basarse en ello para no asumir la ética en sus relaciones para con los otros y encaminarse a actuar con prudencia y con justicia para con los demás seres y cosas.
El programa plantea las promesas ¿Cuánta culpa tiene el pueblo y cuánta los gobernantes de que sus aspiraciones no sean materializadas? Llevar a que el pueblo se extralimite en los deseos o alentar deseos y aspiraciones extralimitadas o imposibles de alcanzar en un tiempo limitado es un error. Lo único a lo que de manera extralimitada puede animarse a una sociedad es a ser sabia y desear la sabiduría. Para eso es la acción pedagógica y eso esperaríamos ver en las próximas trasmisiones.
Pero, de otra parte, no seguir el programa ni disponer las fuerzas para lo que verdaderamente es alcanzable puede ser cobardía o resignación. Para que el pueblo produzca aspiraciones que rompan con las estructuras deseantes modeladas y moldeadas por las formas alienadas y habituales con las que el patriarcalismo y sus expresiones neoliberales contemporáneas y las políticas sumisas las moldean, es preciso que haya un gran esfuerzo político y populares para educarse y formarse en otros horizontes deseantes y trasgredir los paradigmas de subyugación. Aspirar democracias democráticas y democratizantes.
Si bien el gobernante y los gobiernos deben consultar la opinión pública, ella puede tener inclinaciones preformadas por la propaganda, o por las falsas ideologías. Ya lo vivimos cuando el país votó mayoritariamente en contra de un plebiscito que refrendaría unos acuerdos de paz entre el Estado y las FARC. El gobierno hubo de hacerse en oposición a ese designio y renegociar bajo la espada de Damocles del retorno a la guerra de los firmantes de la paz, sin lograr evitarlo completamente. Por ello es que la culpa y el remordimiento no es de los pueblos sino de los individuos y, de suyo, de los gobernantes, los elegidos y los investidos por estos. Para ellos sería muy fácil eludir responsabilidades diciendo “voy hasta donde el pueblo me diga”. Pero, sería más apropiado y acertado invitar construir mundos posibles, eu-topias y prepararse, desplegar mecanismos junto al pueblo para ello. Revolucionar al propio gobierno y a nosotros mismos.
* Ambientalista y Educador, Ingeniero Químico de la Universidad Nacional, Magister en Filosofía de la Pontifica Universidad Javeriana. PhD de la Universitat de València. PhD de Univalle.