Por FREDDY SÁNCHEZ
Cruzar el golfo de Urabá siempre fue una aventura riesgosa. Desde la época de la conquista, cuando los Urabaes alcanzaron con una flecha envenenada al adelantado Alonso de Ojeda, muchos botes naufragaron en sus aguas turbulentas, sucumbieron ante su hechizo o se estrellaron contra los riscos. Quizá el caso más sonado fuera el hundimiento de “El Correo”, poco antes de llegar a la Playona, cerca de Acandí; allí murieron 9 personas. Unos días después de haber naufragado El Correo, a un gigantesco mero encallado en los arrecifes cercanos le fue encontrada ropa de las víctimas atragantada en las agallas.
No obstante, desde las carabelas en las que Pedrarias trajo a cerca de mil quinientos colonos españoles para poblar Santa María de la Antigua del Darién, ninguna lancha fue tan exitosa a la hora de sortear la ira del golfo como la Poki-poki. Su origen era incierto, estaba hecha de una madera inmunizada con ACPM o tintura negra. Tendría unas treinta yardas de largo y quizá cinco de ancho. Se creía que en sus inicios fue un bote pesquero con una vela de colores remendada, que su nuevo dueño remplazó por un motor a vapor. Su nombre original nadie lo recuerda, el agua salada y la intemperie lo fueron borrando, y todos la llamábamos la Poki-poki, por el ruido mecánico y gangoso de su motor. Transportaba de todo, desde viajeros lánguidos en busca de aventuras, hasta madera o ganado vacuno. Atravesar el golfo de Urabá le tomaba entre ocho y diez horas, pues su velocidad apenas si excedía a la de un hombre nadando.
En mi último viaje con ella, bajo la tormenta despiadada de un mes de enero, el motor se apagó a mitad de camino. Las plegarias se nos agotaron, el mar estaba picado y olas del tamaño de una montaña nos zarandeaban a su aire. La lancha desplegó sus velas de emergencia desgastadas, pero la cresta de las olas atrapaba sus puntas bajo el agua. Cuando la lona era capturada por su flanco derecho, todos nos recostábamos hacia babor para tratar de sacarla; la tela se liberaba, pero el impulso y el contrapeso la llevaban de inmediato al otro extremo, y entonces teníamos que movernos con rapidez al lado opuesto para evitar voltearnos. No obstante, el mar se nos metía por todos los frentes amenazando con hundirnos.
Inútilmente, los ayudantes y algunos voluntarios los achicábamos con tarros. Luego del intento fallido por arreglar el motor, el capitán decidió que había que arrojar los cuarenta bultos de maíz que llevábamos para aligerar el peso. El dueño del maíz lloró con amargura, pero no había nada qué hacer, viajaba junto a su familia y la vida de ellos y la de los pasajeros estaba primero, concluyó.
La tormenta seguía. Dos horas después de ese zarandeo brutal ya no quedaba nadie por vomitar, y nada nos había quedado en el estómago, pero la ola nos juagaba de pie a cabeza y la Poki-poki seguía haciendo agua por todas partes. La tempestad arreció, entonces el capitán dijo que había que tirar también a los dieciocho marranos gordos que alguien llevaba para vender en Turbo. El drama se hizo mayor puesto que eran seres vivos, y una gran discusión se formó a bordo. Los ayudantes alcanzaron a agarrar a dos por las patas y entre forcejeos y chillidos los arrojaron por la borda; el océano se los tragó de un bocado. Los muchachos se disponían a echarles mano a otros dos puercos, pero una voz rotunda se impuso por encima del ventarrón. El dueño de los puercos, con un machete en la mano se plantó en frente.
– Nadie me toca un marrano más–, dijo con los ojos encendidos, –ustedes no saben el sacrificio con el que he engordado a estos animales; aquí está el trabajo de todo un año y no me van a dejar en la ruina-, gritó, blandiendo al aire su machete.
–Nos ahogaremos todos, son los puercos o nosotros–, decía la gente zarandeada de lado a lado. El hombre se quedó allí, desafiante, anclado en su coraje. No dijo una palabra más y aferrado al mástil dejó que su machete hablara por él. Pronto entendimos que en casos extremos la razón sucumbe ante la fuerza y el arrojo, no siempre las mayorías o el sentido común se imponen, la democracia y la sensatez tienen sus límites. El agua salada y el miedo apaciguaron los ánimos de los hombres, Poseidón o el dios de los puercos hizo el resto. La tormenta se apaciguó poco a poco y en cosa de minutos el rítmico sonido del motor a vapor se mezcló con el ruido de las olas. Yo perdí un zapato en la refriega, a una señora se le embolató un bolso, una familia perdió la cosecha de maíz del año, otro sus dos marranos, y en medio de la aventura todos estuvimos a punto de presenciar una tragedia. Es claro que en instantes de confusión a nadie le importan los pequeños detalles y dilemas morales. lo que trascendió para la historia fue que la Poki-poki siempre llegaba a puerto, y esta vez no sería la excepción.
Años más tarde, ya en el ocaso de su carrera, la Poki-poki fue vendida a un grupo de pescadores panameños. Una madrugada, entre oscuro y claro, las putas que lavaban sus vergüenzas al desnudo en la orilla del mar la vieron partir por última vez rumbo a convertirse en mito. Desde entonces los pescadores nativos temen alejarse de la costa porque dicen que en ocasiones la ven deambular por el golfo entre la bruma, sin el sonido gangoso de su motor y con las velas rotas, como un fantasma. Con la promesa de un puerto, una estela de gaviotas grises la sigue a todas partes, sin rumbo, desafiando marejadas y tormentas. (F)
@FFscaballero