Hay historias que solo pueden ser contadas después de que se volvieron cosa del pasado, cuando han quedado definitivamente atrás y se tiene la certeza de que no hay reversa posible.
Conocí en alguna ocasión a una mujer que llegó a mi oficina en Bogotá, donde yo hacía un periódico sectorial. Le pondré un nombre ficticio, como corresponde desde lo ético: Valentina. Ese día no se presentó como hace todo el mundo (“me llamo fulana de tal, estudié esto y aquello”) sino irrumpiendo. Casi a la brava. Había oído hablar de mí, dijo, y de ahí le surgió su interés en conocerme. Ahora bien, puso las cosas en su lugar: “A usted le gustan las mujeres, ¿verdad? A mí también”.
Mi primera reacción fue de incomodidad, pues sonaba agresiva. Pero vi también allí un sello de autenticidad, sumado a que en lo físico era lo menos parecido a una lesbiana, cuyo estereotipo alude a la marimacho de rasgos masculinos.
Le pregunté a qué se dedicaba y dijo que “a un poquito de todo, con especialidad en Community manager”.
Huelga decir que me invadía la curiosidad de saber por qué en el momento de su presentación personal había marcado territorio de manera tan abrupta, revelando su identidad de género sin que se le hubiese preguntado. Y solo una explicación hallaba: a sabiendas de mi condición hetero, habría juzgado conveniente dejarlo claro desde el primer día. Sea como fuere, le ofrecí la posibilidad de trabajar conmigo, quizás en parte para resolver la intriga. Respondió afirmativamente y esa misma tarde envió su hoja de vida.
Valentina era de cabellera rubia hasta los hombros, rostro redondo con algunas pecas, ojos marrones de mirada melancólica, estatura algo menor a la mía, despreocupada en el vestir, muy a menudo en sudadera y blusas de tela suave. Nunca le vi usar falda.
El trabajo que se le asignó a Valentina era virtual la mayor parte del tiempo, con asignaciones puntuales enviadas a su Whatsapp. Era una colaboración remunerada pero sin contrato, de palabra. Sus tareas apuntaban a la búsqueda de insumos en Google para el desarrollo de alguna investigación periodística, con base en temas o personajes definidos. Todavía no existía la Inteligencia Artificial, pero con el paso del tiempo ella se convirtió en mi IA.
Y comenzamos a vernos con frecuencia, más por interés suyo que mío. Yo procuraba prestarle toda mi atención, fascinado con las cosas que contaba y que hablaban -entre muchas otras- de una infancia atravesada por ciertos abusos en forma de tocamientos por parte de hombres cercanos a su padre, de formación castrense.
Con el paso de los días las charlas fueron pasando de los temas profesionales a los personales, como consecuencia básicamente de que nuestro primer gran placer estuvo en conversar, incluso hasta altas horas de la noche. Hoy llego a pensar que tanto el hablar ella como el escucharla yo, hizo parte de una prolongada y poderosa terapia mutua.
Viendo las cosas en retrospectiva, si algo me unió a Valentina fue que yo venía de un pasado que también incluyó abuso infantil. En mi caso a otro nivel, el religioso: desde la pila bautismal mi progenitora decidió que orientaría mi vida hacia el sacerdocio católico, porque quería que al menos uno de su ocho hijos fuera cura. En tal contexto, permanece imborrable el recuerdo de algo que le escuchaba decir desde que tuve uso de razón: “usted tiene vocación sacerdotal”. A mis 11 años, en cumplimiento de esa “vocación” fui separado de mis siete hermanitos, arrancado de mi propia familia para hacer quinto grado de primaria en un seminario apostólico de un pueblo distante a la ciudad donde había nacido. Y los cuatro años siguientes fueron en otro internado, hasta el grado 9, para estudiantes de bachillerato. Los dos últimos años del bachillerato, ya de ‘externo’ en Bogotá, comencé a ser consciente de los engaños y el abuso sistemático al que estuve sometido.
Otra coincidencia entre el pasado de Valentina y el mío pudo estar en el carácter permisivo del abuso por parte del padre, fuera por desconocimiento o por aprobación.
Las pláticas se hicieron cada vez más frecuentes. A medida que avanzábamos en el conocimiento mutuo, más se fortalecía un aprecio que luego dio paso a preguntas que, sin un lazo de amistad, nunca habrían sido formuladas. Por ejemplo, le indagué en torno a si el hecho de haber sido víctima de abusos pudo haber contribuido a definir su orientación de género. Dijo que ella misma no lo sabía, pues se complacía a fondo en el goce íntimo con su novia, pero igual había hombres que le atraían, por guapos o por inteligentes, y besos se había dado a escondidas con más de un compañero en el colegio, aunque “nunca he contemplado ni contemplaré una penetración masculina”. Y no pregunté más.
Una noche de esas, durante uno de tantos encuentros en mi casa, al calor de unos tragos y al ritmo del son cubano nuestros cuerpos se fueron juntando, hasta que hubo un primer beso, cuyo deleite fue mayor en consideración a que traspasábamos una frontera que al momento de conocernos ninguno de los dos veía posible, menos previsible.
Se traspasaban también los límites entre lo personal y lo profesional, por supuesto, pero tal vez era parte del encanto, por aquello de “el fruto prohibido es el más gustado”. En todo caso, teníamos la suficiente lucidez para entender que en horas de oficina éramos dos compañeros de trabajo que se esforzaban por cumplir cada uno las metas acordadas. Y fuera de la oficina, cómplices.
II
Acto seguido, hablaré de la relación de Valentina con las novias que le conocí. Fueron tres. La primera, Gisela, era de origen costeño, más bajita que Valentina y dos años menor, de piel acanelada y pelo corto, bonita de rostro, como de niña aplicada. Tenía un comportamiento hasta cierto punto bipolar, pues en estado sobrio era un encanto, vivaz, avispada, ágil interlocutora; pero se emborrachaba y caía en estados de violenta animosidad, como si un monstruo se hubiera apoderado de ella, al mejor estilo Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Hubo una ocasión en la que Gisela estrelló su celular contra la pared, mientras Valentina y yo tratábamos de calmarla, y más de una en la que desapareció de la casa y volvió a aparecer dos días después, ebria como una cuba. Presentaba además cierta propensión al sadomasoquismo, pues del mismo modo que les hacía daño a quienes la rodeaban, se complacía en infligírselo a sí misma. Ese accidentado noviazgo tuvo una duración aproximada de dos años, durante el cual hubo golpes y puños por parte de Gisela. No lo vi, lo supe. Pero, igual, fui testigo de que Valentina la amaba.
La segunda novia, de nombre Liliana, otro complique. De estatura mediana, pelo negro y liso, mal cuidado; frente estrecha y grasosa, dentadura irregular, yo no le veía gracia ni encanto. Quizás algo bizca, como si cada ojo mirara en dirección diferente, aunque Valentina decía que era una errada impresión mía. Nunca entendí por qué cayó en brazos de esa mujer, pero fue de quien más enamorada estuvo. Y yo decía para mis adentros: con razón dicen que el amor es ciego… Lo único en común que les veía era que Liliana también había sido objeto de abusos, si por ello se entiende una relación íntima a la que la indujo un tío cuando tenía 12 años.
La tercera en mención, Paula, sin haberla conocido en persona la admiré desde la distancia, con una peculiaridad: primero fueron amigas que amantes… y ella no era gay. Un día Valentina me contó que le habían ofrecido un empleo en el área administrativa de un supermercado, eso que llaman “grandes superficies”. No vi problema en que aceptara, pues el trabajo que hacía para mi periódico era virtual y podía seguir prestando esa colaboración desde afuera, aunque ya con el tiempo recortado. Pero no era inconveniente, yo estaba en modo “lo que quiera Valentina”, solo le agradecía a la vida haberla conocido.
Las dos entablaron amistad en condición de compañeras de trabajo. La atracción mutua no sé de dónde surgió, al parecer la génesis estuvo en largas sesiones de chat que sostenían, de las que fui testigo porque Valentina llegaba a mi casa en sus descansos laborales y la veía tecleando como una preciosa loquilla embebida en su aparente enamoramiento, mientras consumía en pequeños sorbos su botellita diaria de una bebida energizante con altísimas dosis de cafeína, citrato de sodio, azúcar y saborizantes artificiales. Yo trataba de advertirle que ese producto era más dañino y adictivo que la cocaína, pero mi opinión la tenía sin cuidado. Con el tiempo aprendí que no le gustaba que la contradijera en lo más mínimo, pues aparecía la malgeniada. Le bastaba con que yo la escuchara.
El asunto es que Valentina terminó convertida en confidente o depositaria de los pormenores de una extraña relación que Paula sostenía con un joven bastante menor, del que se hastió porque iban a moteles cuya estadía ella pagaba, pero donde el tipo en más de una ocasión dio muestras de una impotencia que a ella le tocaba remediar con un método que el tipo proponía y no era de su agrado.
Paula tenía una moto y, cuando los días de receso coincidían, se la pasaban juntas devorando millas en los extramuros de la ciudad. Aunque nunca la vi en persona, por fotos pude ver que era espigada y esbelta, pelinegra, bonita de cara y muy atractiva de cuerpo. Y culta: le enviaba a Valentina citas de grandes escritores o poetas ilustres, y la música que escuchaba no eran las baladas empalagosas de Ricardo Arjona ni las letras morbosas de un reguetonero, sino las canciones olorosas a hierba de Bob Marley o el blues espirituoso de Ella Fitzgerald a dúo con Louis Armstrong.
Un buen día Valentina me contó que de ser amigas habían pasado a besos y caricias, y yo para mis adentros recelaba en que quizá Paula quiso probar con fémina, pues los relatos que antes llegaban a mis oídos hablaban de una mujer desbordada por la pasión en el merequetengue con una pareja masculina.
Lo cierto es que Paula probó con Valentina y le gustó, porque se hicieron novias. Nunca pregunté detalles de la vida íntima de ambas, solo lo que Valentina contaba motu proprio. Pero no habían pasado ni tres meses desde el comienzo de ese noviazgo, cuando comencé a escucharle quejas sobre su nueva pareja, como que Paula se había vuelto “tóxica”, que la celaba, que le pedía su ubicación por celular a toda hora. Por ejemplo, cuando estaba en mi casa, para tener certeza de que se hallaba conmigo y no con otra mujer. Valga aclarar, Paula siempre estuvo convencida de que entre Valentina y yo no pasaba nada, porque veía en ella a un ser gay de tiempo completo. Albricias para el suscrito.
Corolario de lo anterior, recuerdo una tarde disfrutando de la compañía de Valentina en la terraza de mi casa, ella enfocada en contarme lo que había pasado días atrás, cuando asistió a un concierto de Alejandra Guzmán en compañía de Paula. Estuvieron acompañadas de una pareja -hombre y mujer- amiga de Valentina, y hubo un momento en que esta le costeó un par de cervezas a ambos, y Paula lo interpretó como un acto de coquetería con la novia del amigo… y se armó la de Troya.
Al final del concierto el malestar de Paula había contagiado a Valentina, quien trataba de hacer entrar en razón a la colérica dama. Le propuso que se fueran juntas a su casa en el carro de Uber que acababa de pedir, para que allí dirimieran diferencias, pero Paula seguía arranchada en su aparente rencor. Así que Valentina se fue sola, sintiendo el peso de una culpa que creía inmerecida.
Y unos días después, lo previsible: Paula le terminó, pero no dando una explicación escrita o hablada, sino con una más de las tantas citas literarias que acostumbraba a mandarle por Whatsapp, en este caso el poema completo que la poeta argentina Alfonsina Storni dejó antes de lanzarse una noche al mar para acabar con su vida, titulado ¡Adiós! De este, cito la primera de sus seis estrofas:
«Las cosas que mueren jamás resucitan,
las cosas que mueren no tornan jamás.
¡Se quiebran los vasos y el vidrio que queda
es polvo por siempre y por siempre será!»
Valentina me mostró el poema esa misma tarde en mi terraza, mientras escanciábamos una botella de Jack Daniel’s Honey con limón (para rebajar la dulzura de la miel), y me preguntó qué pensaba. Le conté de quién era el poema, pues Paula lo había mandado sin autoría, y agregué que con él Alfonsina se preparaba para morir por cuenta propia, pero el definitivo fue el que envió al periódico La Nación la tarde del 25 de octubre de 1938 en que se marchó, titulado Voy a dormir. En lo referente al contenido o intención de ese envío, le dije que tan drásticos contenido y título (¡Adiós!) no dejaban duda: era una ruptura definitiva, sin reversa. La vi llorar a lágrima suelta, y cuando se repuso le pregunté si podía darle mi interpretación de los hechos, e inclinó la cabeza en señal afirmativa.
Y le expuse mi hipótesis: Paula era una heterosexual que gracias a la íntima cercanía que se dio con Valentina quiso probar el sexo con una de su mismo género, pero al final descubrió que lo suyo no era por ahí, y armó entonces una tramoya de celos y desconfianza para crear el escenario que le permitiera retirarse a seguir en lo suyo, en su gusto por los hombres.
Valentina, que no se andaba con rodeos, recogió mi exposición y la cerró con una frase lapidaria: “sí, puede ser; a ella le gusta más la verga”. En sustento de mi tesis, una vez Valentina me contó que Paula tenía un juguete sexual que remplazaba al miembro masculino, y en ocasiones le pedía que lo usara como arnés atado a su cadera.
Ya entrada la noche, habíamos agotado la botella de whisky. Valentina no solo estaba destrozada en lo emocional, sino definitivamente ebria, al punto de haber vomitado dos veces en el sanitario. La invité a quedarse en mi casa, pero dijo que prefería estar sola. En el taxi que la llevó de vuelta, el conductor tuvo la cortesía o la prevención de alcanzarle una bolsa plástica para el tercer y último vómito.
Al día siguiente, preocupado, la llamé a ver cómo seguía. Quedé sorprendido con su nuevo estado de ánimo, pues se reía de la “borrachera” de la noche anterior. Dijo que era consciente de haber cometido un error en esa elección de pareja y que “fue una lección de vida”.
III
Respecto a la noche en que nos dimos el primer beso, las cosas no pasaron de ahí porque así lo quiso Valentina. Luego nos fuimos a dormir, yo a mi cama y ella en el cuarto de huéspedes, como ocurría siempre que se quedaba en mi casa.
Al día siguiente, Valentina puso los puntos sobre las íes: “Lo de anoche fue un arrebato de tragos. No quiero que se repita”.
Asentí, agradecido en últimas por el suceso, y todo siguió como si nada. Pero hubo una noche en la que le dolía la cabeza y traía tensiones acumuladas en cuello y espalda, y me pidió que la masajeara con mis manos, ella sentada en la silla de mi escritorio y yo detrás suyo. Estando en esas le propuse que, guardando el sagrado respeto de caballero que siempre le había profesado, si accedía a recostarse bocabajo sobre mi cama doble o en la cama sencilla de huéspedes, podría extender el masaje hasta espalda y brazos, con base en una práctica que le había aprendido a mi última esposa y que incluía un ungüento relajante de alcanfor y mentol.
Valentina no le vio misterio y prefirió la cama doble, consciente de que así yo disponía de la mitad del espacio para actuar de rodillas, la posición que más se ajustaba a la fisioterapia convenida. Se sentó al lado derecho de la cama y se quitó zapatos, medias y blusa, y se acostó bocabajo con el pantalón puesto, el brasier apuntado a la espalda y los brazos extendidos desde los hombros hasta la palma blanquísima de un par de manos que miraban hacia el techo de la habitación.
Arrodillado yo en el costado izquierdo, vi su hermosa cabellera rubia y su cabeza inclinadas hacia la pared, con los ojos entrecerrados, en señal de la confianza que depositaba en mí y de la necesidad que traía de obtener un descanso verdadero. Hacía algo más de un año nos habíamos conocido y… vaya dicha terrenal: era la primera vez que yo llegaba a tal grado de acercamiento físico con la amiga y colaboradora que había puesto las cuentas claras desde el primer día: “a usted le gustan las mujeres, ¿verdad? A mí también”.
Le pregunté si podía desabrocharle el brasier. Hubo una leve inclinación de cabeza, que entendí afirmativa. Procedí, entonces, y comencé por acercar los dedos índice y anular de mi mano derecha hasta su sien, ejerciendo una presión circular continua durante unos dos minutos, que apuntaba a aliviar el dolor de cabeza del que había hablado. Luego estiré los diez dedos de las dos manos para que se colaran entre su cabellera a las regiones parietal y temporal, ejerciendo sobre estas la misma presión circular del principio, de arriba abajo y de abajo arriba, en busca de brindarle el máximo relax posible a una mente estresada y un corazón a menudo golpeado por el desamor.
Un rictus de sonrisa en la comisura de sus labios, que aprecié como señal de satisfacción, me concedió la franquicia para pasar la palma de mi mano por su frente, iniciando una delicada fricción hasta el pabellón exterior y el lóbulo de su oreja derecha, que también masajeé. De ahí descendí al músculo trapecio del cuello, durante un tiempo aproximado de otros dos minutos.
Enseguida suspendí toda operación, mientras sentía su respiración reposada y la impresión de que una calma plena invadía el ambiente. El siguiente paso, ceñido a la enseñanza de mi ex, consistió en atender con todos los dedos de mis manos el músculo superior deltoides de los hombros, completando así la tarea de relajar la parte superior del cuerpo, incluida la cabeza.
Vino luego el momento en que vi cómo se erizaban la piel y los pelitos rubios de sus brazos, justo cuando mi mano se deslizó con delicadeza por la columna mediante una caricia casi imperceptible a su epidermis, donde solo actuaban las yemas de los dedos de estas manos que ahora escriben y que ella siempre había juzgado “suaves”. Y escuché entonces un súbito gemido de placer, que estimuló mis sentidos y me indicó que estaba haciendo lo correcto.
Me ocupé enseguida de la espalda, esparciendo el ungüento de alcanfor y ejerciendo con ambas manos lo que hace toda persona capacitada en el desempeño de la relajación física: masajear a fondo, con conocimiento de teoría y práctica.
El resultado fue que Valentina se quedó profundamente dormida, y yo procedí con el mayor sigilo a hacer mutis por el foro. Salí de la habitación, cerrando la puerta sin que ningún ruido alterara la placidez de su sueño profundo… y esa noche dormí en el cuarto de huéspedes.
A partir de aquel momento iniciático comenzaron a darse sesiones esporádicas de fisioterapia, siempre a solicitud de Valentina, y estas fueron abriendo una senda para que su cuerpo recibiera complacido mis caricias, hasta un punto en que para la segunda o tercera ocasión ya se acostó bocabajo con sus bragas como única prenda, sin que yo hubiera pedido o sugerido nada. Y comencé a concederme libertades, que ella permitía, como masajear piernas y pies o dejar caer tímidos besos en su cuello, mientras escuchaba nuevos gemidos de satisfacción.
Hasta que un día se presentó un viaje a Cartagena, a dictar una charla sobre un libro que yo acababa de publicar, y la invitación a acompañarme fue aceptada con presteza. Y allí, en una habitación de hotel de arquitectura colonial con un cuadro de Alejandro Obregón en una de sus paredes y un balcón de añeja madera que daba a un mar Caribe salpicado de oleaje vibrante y fuerte brisa, donde permanecimos tres días y dos noches, se acabó de afianzar y fortalecer una relación de íntima complicidad que permaneció ajena a cada una de las novias que le conocí, porque daban por indubitable que a Valentina le gustaban las mujeres, no los hombres.
Íntima complicidad significa que afloró el deseo carnal en forma de besos y caricias del más variado ímpetu e intensidad, y en tal medida es lícito afirmar que nos convertimos en amantes clandestinos, sobre un escenario de disfrute mutuo donde cualquier rincón de su geografía corporal era explorable o deleitable con manos y boca, y a sabiendas de que una sola opción no estaba permitida: la penetración vaginal.
Fueron más de diez años en los que me consideré el ser más privilegiado del planeta, pues con ella vivía la sensación exquisita de amar a una mujer hasta la fantasía o el ensueño, sin esperar nada a cambio: su corazón lo entregaba a otra, sí, pero en compensación ella entregaba su cuerpo, sus caricias clandestinas y sus besos apasionados para complacernos en el goce extático de un delirio compartido.
IV
Pero un día apareció, trastocado en jugarreta del azar, el cumplimiento del refrán según el cual “de eso tan bueno no dan tanto”.
Una noche de viernes fuimos a cenar a un restaurante oriental escogido por Valentina, cuya especialidad es el sushi. Llevábamos varias semanas sin vernos, así que la conversación estuvo muy animada. El restaurante quedaba dentro de un centro comercial, y al término de la cena me dirigí a un cajero electrónico a sacar un dinero. Valentina me acompañó, estaba a mi lado izquierdo cuando ejecuté la operación en el teclado.
El dinero salió por la ranura y la pantalla preguntó si prefería ver el saldo en pantalla o en recibo. A ella le pareció divertido tratar de meter su mano en la elección de “pantalla”, porque quería conocer el saldo de mi cuenta. Hubo un forcejeo, pero triunfó mi elección, el “recibo”. No quería que ella conociera el saldo. Punto. Retiré el dinero y el recibo, pero en medio de la distracción olvidé la tarjeta dentro del cajero.
Y nos retiramos. Asumí que ella me acompañaría a la salida del centro comercial, pero dijo que se quedaba porque quería hacer una compra en un almacén cercano al cajero automático. Así que salí solo, nos despedimos con beso en la mejilla, y ese fin de semana permanecí enclaustrado en mi casa.
El lunes siguiente, a eso de las 10 de la mañana quise hacer una compra y descubrí que no tenía la tarjeta débito en mi billetera. Pagué en efectivo, hice memoria de dónde pude haberla extraviado… y recordé la transacción del viernes anterior en el cajero. Así que corrí a la sucursal del banco donde saqué mi cuenta, a bloquear la tarjeta y solicitar una nueva, y cambié la clave.
Hasta ahí todo normal, parecía que nadie había hecho uso de la tarjeta. Unos ocho días después quise averiguar por la cifra exacta de un pago que me habían hecho, y revisando los movimientos encontré una compra a Temu por $501.199. Súbito sobresalto, yo tenía la plena seguridad de no haber hecho esa compra. Y descubrí otras cinco que tampoco hice, entre ellas una en el mismo restaurante de comida oriental, dos días después.
Llamé entonces a mi banco, para reportar esas compras fraudulentas. ¿Cómo hizo la persona que halló mi tarjeta para desactivar ese fin de semana las alertas que en condiciones normales llegaban a mi celular cada vez que se efectuaba una compra? Le pregunté a la amable asesora del banco que atendió mi llamada y así respondió: “esa persona seguramente conocía los cuatro dígitos de su clave principal”. Respuesta dubitativa, pues “seguramente” no traducía “con toda seguridad”. Pero era una pista.
En el reporte que me entregó el banco, otra compra había sido hecha en un lugar que aparecía como “Juegos eróticos”. Subí a un taxi y le pedí al conductor que me llevara a esa dirección, y se pudo comprobar que no existía. O sea que el pedido se habría hecho a domicilio, pues el pago fue efectuado mediante contacto de la tarjeta con el datáfono (BOLD). Lo cual permitía concluir -o pensaba yo con el deseo- que se trataba de un hombre, pues era difícil imaginar a una mujer pidiendo a domicilio un juguete erótico.
Algo que me generó profunda intriga, fue constatar que el ladrón o ladrona habría podido desocupar mi cuenta de ahorros. Y no lo hizo: las compras fraudulentas en total sumaban apenas cerca de un millón de pesos. En conclusión, podía tratarse de alguien que me conocía y no quiso ocasionar tanto daño.
Cuando pregunté por el video que permitiría identificar a la persona que extrajo la tarjeta del cajero, en el banco respondieron que solo era posible mediante orden de la Fiscalía, como parte de un proceso abierto. Esto lo convertía en misión imposible, pues considerando el poco o nulo interés que un investigador le pondría a mi denuncia, podrían pasar meses o incluso años para acceder a esa imagen.
V
Y ahora, la parte más dolorosa de esta historia: sometido por esos días a una variada gama de tensiones y presiones externas, con las defensas emocionales bajas, desconfié de ella.
Una noche la tenía frente a mí, callada y expectante al otro lado del escritorio, cuando le conté lo que había pasado con el extravío de mi tarjeta débito y, en actitud supuestamente comprensiva, le dije: “si caíste en la tentación, yo te perdono; todos tenemos flaquezas en la vida”. Flaco momento más bien el que escogí para poner en duda su honestidad, porque su mirada se transformó en látigo de indignación ante lo que acababa de escuchar, y se paró del sofá donde reposaba su humanidad agobiada y doliente, y dirigió sus pasos hacia la puerta de salida de mi apartamento sin que una sola palabra hubiera salido de su boca.
A continuación me mandó al carajo, bloqueándome a la velocidad del rayo desde su celular en todas las redes sociales mientras evitaba el ascensor y descendía por las escaleras a medida que yo iba tras sus pasos, angustiado, pidiéndole perdón por el aparente error que acababa de cometer. Pero ella se aproximaba a la primera planta del edificio con el mismo silencio imperturbable y el mismo teclear afanoso, hasta que por fin salió a la calle y pasó al otro lado de la vía y la vi extender la mano en busca de un taxi que se detuvo a su lado, mirándome con un desprecio infinito en el último instante que la vieron mis ojos, justo cuando abría la puerta trasera del vehículo para abordarlo y perderse para siempre.
Desde esa noche aciaga y por un tiempo aproximado de ocho días, que me parecieron siglos, Valentina se esfumó de mi vida. Ni el más mínimo rastro de su existencia. Hasta que una tarde me desbloqueó, solo para enviarme un extenso mensaje en forma de diatriba, donde dejaba constancia del desconsuelo, la amargura, la profunda decepción que le había producido mi sospecha. Y volvió a bloquearme, sin darme tiempo de respuesta. Y en la agonía de su ausencia comenzó a dolerme primero el remordimiento por la estupidez cometida, y unos días después la comprobación definitiva de que ella nada había tenido que ver con la desaparición de ese dinero.
Una vez le escuché a Valentina decir que “a usted cuando algo se le mete en la cabeza, no hay quien se lo saque”. Tenía razón. Hoy interpreto esas palabras como el presagio de una tragedia personal en ciernes, porque la sospecha sin fundamento que por aquellos días se me había metido en la cabeza condujo a que ahora lleve adherido a mi espíritu como fastidiosa rémora el malestar del imprudente que por un descuido en la conducción de su destino provocó la ‘muerte’ sin resurrección posible del ser que más quería.
Malhaya sea la hora en que dudé de Valentina, malhaya suerte la mía: una simple visita casual a un cajero automático después de una cena me trastornó la vida.
* La foto de portada esta crónica ha sido tomada de Homosensual.com